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los que quieren tener en su casa obras de salubridad y agua corriente, pagan un impuesto por estos servicios; todos los comerciantes e industriales y hasta los vendedores ambu- lantes deben sacar una patente, por la cual abonan una suma; los vehículos, las empresas de teatros y otros sitios de diversión pública, los que expenden fósforos, licores, cer- veza y tabaco están oblizados a pagar también un dere- cho; y, finalmente, los inventores o descubridores de al- guna cosa pueden explotar su invento si antes obtienen una patente por la cual el gobierno cobra, como es natural, cierta cantidad. Y todos esos impuestos, contribuciones y patentes aumentan el tesoro de la nación año tras año.

Ya ves, pues, Felipe, de qué modo se forma y sostiene el tesoro nacional; todos contribuímos a ello, con sumas grandes o pequeñas, según nuestros recursos, pero ninguno deja de poner su parte. Por eso se llama tesoro nacional, pues siendo de todo el pueblo, es en beneficio de éste que debe emplearse y no en el enriquecimiento de las personas que ocupan los cargos públicos.

— Debe dar mucho trabajo el manejo de ese tesoro, ¿no? papá.

— Seguramente; pero hay funcionarios encargados de ello. Al fin de cada año el Congreso dicta para el siguiente una ley llamada de presupuesto. En ella se determina las cantidades que se cobrarán por los diversos impuestos, y de qué modo será gastado el producto de ellos, indicán- dose cuánto se ha de pagar a cada funcionario o empleado, desde el presidente de la Nación hasta los ordenanzas de las oficinas. Ningún gobernante tiene derecho de hacer un