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— 30 =— — Divertido no es precisamente la palabra, pero curto- so lo es. Imagínate una casita del tamaño de este cuarto, cuyas paredes y techo son de pieles de guanaco sostenidas en horquelas de madera; y dentro de la cual arde constan- temente el fuego. En esa pieza única se come, se duerme, las mujeres cosen las pieles, hilan la lana o hacen adornos de plumas, los niños juegan con sus flechas o amasan el barro y, pendientes del tucho, se balancean las bolsas de cuero en que guardan la grasa y las lonjas de charqui, nom- bre que se da a la carne de potro o avestruz secada al aire. En ella, en fin, vive toda la familia, junto con sus perros, los fieles perros patagónicos que acompañan siempre al in- dio y le ayudan a transportar su casa de un lugar a otro.

— ¿Cómo? ¿Se mueven los toldos?

— Has de saber que los indios son nómades, es decir, no viven siempre en un mismo lugar; cuando escasea la caza o el campo no da bastante pasto para sus caballos, desarman su toldo, cargan las pieles y enseres sobre los perros y las yeguas, y van a establecerse más lejos. ¡Es tan grande la Patagonia !

— ¿Y no te hicieron daño alguno los tehuelches?

— ¿Por qué habían de hacérmelo? Yo pedí hospitali- dad al indio más viejo, diciéndole que en cuanto pasara el temporal proseguiría mi viaje. Le di algunas monedas de plata, que ellos usan como adorno en sus collares, y a las mujeres unos ovillos de lana de colores. Me acogieron bien, y me dieron de comer charqui de avestruz, carne de armadillo, no muy bien cocida, y como bebida un coci- miento de chala, Me acosté en el suelo, con dos cueros bien