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— ¿Usted? amigo, — preguntaron los jóvenes en coro.

Pero no eran momentos: aquellos para desperdiciarlos en inútiles asombros.

La oferta de Gómez Orquejo fué aceptada con júbilo, y esa misma noche partía con los pliegos para Chile.

Hoy día es fácil atravesar la Cordillera; las perforacio- nes a través de las montañas permiten que el ferrocarril comunique directamente las dos repúblicas amigas. Pero ¡en aquellos tiempos! Nada más penoso que cruzar la Cordillera, sobre todo en invierno. La mula era el único medio de transporte y gran parte del trayecto había que efectuarlo a pie, arrastrándose entre las rocas para no caer en hondos precipicios. No había que pensar en más alber- gue que el que podían ofrecer los huecos naturales de las piedras, ni en más lecho que las mantas de viaje; en cuanto al alimento, constituíanlo tan sólo las galletas que el preca- vido viajero llevara en su morral.

Esa travesía —en la que muchísimos encontrabán la muerte, ya sorprendidos por las avalanchas de nieve, ya perdido el rumbo y extenuadas las fuerzas por el frío horroroso que reina en tales alturas — es la que realizó Gómez Orquejo, con un valor a toda prueba y animado de inquebrantable fe en el éxito de su misión.

Desfallecido de hambre, con las ropas desgarradas y los pies magullados, llegó por fin a Chile. Su presencia no era como para infundir mucha confianza, y las autori- dades españolas, sospechando se tratara de un enviado de los revolucionarios, lo tomaron preso. Exigiéronle decla- rara el objeto de su viaje y entregara los papeles que