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Alberto. — ¿Encendía todas las velas a la vez el rey Alfredo?

Sta Raquel. — No, hijo mío, una después de otra.

Berta. —Pero entonces el buen rey tenía que pasárselo sin dormir.

Sta. Raquel. —El amor a la ciencia, querida mía, ha hecho muchas veces que los hombres se sacri- fiquen; pero, en el caso de Alfredo el Grande, es de suponer que sus súbditos lo ayudarían en tan penoso trabajo.

El ingenio de los hombres dió lugar más tarde a la aparición de un nuevo reloj: el de arena. Consiste éste en dos conos de vidrio que se comunican por sus vér- tices. En uno de ellos se pone cierta cantidad de arena fina, la que va pa- sando poco a poco al otro cono. Se calcula el tiempo que ha tardado en Reloj de arens. pasar, y se invierte el reloj para que, la arena vuelva al otro cono. Según la cantidad de arena, ésta emplea de dos a treinta minutos en pasar. De este modo se consigue medir el tiempo.

Rodolfo. —No con mucha exactitud, me parece. ¿Y si el dueño del reloj se olvida de darle vuelta?

Sta. Raquel. — Entonces se pierde tiempo y el