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Primero veía a Inocencia con su vestidito de per- cal y sus pobres botines agujereados. De pronto vi, de una manera muy clara, la alcancía donde guardo el dinero que me dan.

Rodolfo. — Yo también tengo una.

Susana. — Y yo también.

Lolita. —¡Cosa rara! mi alcancía empozó a cre- cer... a crecer... hasta convertirse en un baúl. Lo abrí y estaba lleno de billetes nuevitos y de mo- nedas. A mi lado, Inocencia mirábalo todo como asustada. Entonces se me ocurrió una idea: tomé un puñado de dinero y corrí a la tienda; compré botines, un abrigo y todo aquello que Inocencia necesitaba. Compré también una preciosa mu- ñeca, y, volviendo al lado de nuestra compañera, le dije: —«Toma, amiga mía.» —(¿Para mí?» preguntó Inocencia muy sorprendida. — «Sí, para tí,» respondí yo. ¿Qué mejor empleo podía dar a mi dinero?

Le puse todo en las manos y huí para que no me diera las gracias.

«¡Qué felicidad!» dije, y desperté. Corrí a mi alcancía; pero con dolor encontré la misma cajita de siempre, que sólo contenía tres pesos y diez centavos. ¡Qué triste me puse! Pero de pronto me vino una idea. ¿Por qué, dije, no haríamos, entre