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En coro se burlaron del humilde el cedro, el bronce y el pulido mármol. — Dinos, dinos, amigo, tu secreto, debe ser algo así como un milagro.

— Pues bien, sabed — les respondió orgulloso el miserable y despreciado clavo — que yo fuí el eje que movió la rueda del carro en que aquí fuisteis acarreados.

Sin mí, en los bosques estuviera el cedro y en las canteras estuviera el mármol. Sin mí no hubiera aquí bronce ni acero que el hombre nunca hubiera transportado.

Callóse el clavo, y en sus risas locas el cedro, el mármol y el metal cesaron, aprendiendo, tal vez, que no hay humilde al que algún beneficio no debamos.