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A la espera de su respuesta la abraza con el cariño de siempre su discípula Susana.

Querida Susana:

¿Conque esas tenemos? ¿Has mentido tú, la niña que pongo siempre por modelo a la clase? Estoy segura de que sólo en un momento de atur- dimiento has podido olvidar que la mentira más insignificante basta para afear la mejor reputación; quien de niño miente, por juego o por temor, co- rre peligro de habituarse a ello, no siendo raro que

- ese hábito lo lleve a la ruina y al descrédito.

Felizmente eso no ocurrirá contigo, Susanita; tu corazón recto y puro se encargará de salvarte. Esa pena que sientes ahora al pensar en tu falta, basta para que ella te sea perdonada; en tí no ha arraigado el feo vicio, y tu naturaleza honrada siente hacia él gran repugnancia.

No hay duda de que has hecho mal en mentir a tu mamá. Compara el castigo que podías haber recibido de ella, con el que ahora te impone tu con- ciencia, y verás que hubiese sido mil veces prefe- rible aquél. ¿Me pides un consejo? El mío no puede ser sino uno: tu mentira te pesa en el cora- zón; es necesario que lo descargues.