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rrucado como un culpable, espiaba mis movimien- tos el más pequeño de los tres bribonzuelos, mien- tras el más grande, sentado detrás del pego: parecía decir: ¿es cosa de tocar retirada?
Lo que habían hecho con mi cesta los tres píca- ros, no es para contado. La seda estaba toda enre- dada, la lana del ovillo cortada en pedazos, lo que me probó que los traviesos habían estado tirando de ella con los dientes; el negrito habíase pasado una trencilla por el cuello y me miraba como di- ciendo: ¿me queda bien?
La cosa resultaba tan cómica, que no tuve valor para castigar a mis gatitos: les aseguro que siempre me pasa lo mismo. Me contenté con recoger mi canastito y guardar las cosas antes de que mamá se enterara.
¡Perdón! No lo haremos más.