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principal la imaginaria joya que pretende guardar ante todo, y cuyo valor sólo consiste en ser rota. Sobre ella se abrigan entre nosotros muchas dudas maliciosas, y para conservarla recurre a menudo e injustamente a medios repugnantes. Por eso en tales regiones la mujer permanece siempre guardada como en prisión, lo mismo de muchacha, que con un marido bárbaro, incapaz y siempre desconfiado. En tierras de los negros, ¿qué puede esperarse sino lo que en todas ellas ocurre, esto es, el sexo femenino en la más profunda esclavitud? Un cobarde es siempre un señor duro para los débiles, lo mismo que también entre nosotros resulta ser tirano en la cocina el mismo hombre que fuera de casa apenas se atreve a mirar de frente a nadie. El padre Labat cuenta ciertamente que un carpintero negro a quien reprochaba la altiva conducta con sus señoras, le respondió: "Vosotros los blancos sois unos verdaderos tontos, pues primero le concedéis a vuestras mujeres todo, y después os quejáis cuando os vuelven tarumba." Parece como si en cesto hubiese algo que acaso mereciese ser tomado en consideración; pero, para ahorrar palabras, baste decir que el mozo era negro de los pies a la cabeza; clara señal de que lo que decía era una simpleza. De todos los salvajes, sólo entre los canadienses disfruta, en realidad, la mujer una gran consideración. Acaso aventajan en ello a nuestros países civilizados. Y no es que les hagan esos rendimientos humildes que no pasan de simples cum-