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caso de los que por sus condiciones superiores se levantan de un estado humilde y conquistan una reputación ventajosa. Tan esencial es la diferencia entre estas dos razas humanas; parece tan grande en las facultades espirituales como en el color. La religión de los fetiches, entre ellos extendida, es acaso una especie de culto idolátrico que cae en lo insignificante todo lo hondo que parece posible en la naturaleza humana. Una pluma de ave, un cuerno de vaca, una concha o cualquier otra cosa vulgar, una vez consagrada con algunas palabras, se convierte en objeto de reverencia y de invocación en los juramentos. Los negros son muy vanidosos, pero a su manera, y tan habladores, que es preciso separarlos a golpes.

Entre los salvajes no hay ningún pueblo que muestre un carácter tan sublime como los de Norte América. Tienen un fuerte sentimiento del honor, y además de buscar para conquistarlo aventuras en vastas extensiones, evitan con el mayor cuidado la menor transgresión en este punto cuando un enemigo de dureza parecida procura arrancarle lamentos con crueles torturas. El salvaje canadiense es, además, veraz y honrado. Su amistad es tan extraña y entusiasta como lo que hasta nosotros sobre este punto ha llegado de los remotos tiempos mitológicos. Es muy orgulloso, siente todo el valor de la libertad y no sufre, ni aun en la educación, un trato que le haga sentir una sumisión humillante.

Verosímilmente, Licurgo ha dado leyes a estos