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el diente inapreciable del poderoso mono Hanuman, las penitencias absurdas de los faquires—monjes paganos mendicantes—, etc., caen dentro de este gusto. El sacrificio caprichoso de las mujeres, en la misma hoguera que devora el cadáver de su marido, es una monstruosidad espantosa. ¿Qué insignificancias grotescas no se encuentran en los cumplidos prolijos y cuidadosamente preparados de los chinos? Hasta sus cuadros tienen algo de monstruoso, y representan figuras extrañas y absurdas como no se encuentran por el mundo. Sus mostruosidades llegan a tener un carácter venerable sólo por ser de un uso inmemorial[1], y ningún pueblo del mundo las posee en mayor número.

Los negros de Africa carecen por naturaleza de una sensibilidad que se eleva por encima de lo insignificante. El señor Hume desafía a que se le presente un ejemplo de que un negro haya mostrado talento, y afirma que entre los cientos de millares de negros transportados a tierras extrañas, y aunque muchos de ellos hayan obtenido la libertad, no se ha encontrado uno solo que haya imaginado algo grande en el arte, en la ciencia o en cualquiera otra cualidad honorable, mientras entre los blancos se presenta frecuentemente el


  1. En Pekin sigue celebrándose, con ocasión de un eclipse de sol o de luna, la ceremonia de ahuyentar con un gran estrépito al dragón que pretende devorar aquellos cuerpos celestes, y a pesar de saber ahora que las cosas ocurren de otro modo, siguen conservando esa costumbre, nacida de la ignorancia de tiempos remotos.