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mucho más raramente-afectar una actitud masculina para inspirar más respeto; pero lo que se hace contra la opinión de la naturaleza se hace siempre muy mal.

En la vida conyugal, la pareja unida debe constituir como una sola persona moral, regida y animada por la inteligencia del hombre y el gusto de la mujer. Y no es sólo que al primero deba atribuirse más clara visión, fundada en la experiencia, y a la segunda más libertad y justeza en la sensibilidad; mientras más elevado sea, más se esforzará un carácter en proporcionar satisfacciones al objeto amado, y, por otra parte, mientras más bello sea, tanto más procurará responder afectuosamente a estos esfuerzos. En este sentido, resulta pueril la lucha por la preeminencia, y donde tal ocurre, es señal de un gusto grosero o desigualmente aparejado. Cuando se llega a alegar el derecho de quien manda, las cosas están perdidas; esta unión, que sólo debe estar fundada en la simpatía mutua, queda destruída no bien el deber principia a hacerse oír. Las pretensiones de la mujer en este tono duro son extremadamente odiosas, y las del hombre, innobles y despreciables en sumo grado. El sabio orden de las cosas lleva, empero, consigo que todas estas finuras y delicadezas del sentimiento sólo al principio tienen toda su fuerza; después, el trato y la vida familiar las debilitan paulatinamente, hasta convertirlas en un amor confiado, donde el gran arte consiste en conservar el suficiente resto de