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temente finas para sentirlos. En este sentido contestó el poeta Simónides cuando le aconsejaban que entonase sus bellos cantos ante las tesalianas: "Estas mozas son demasiado tontas para que puedan ser engañadas por un hombre como yo." Por lo demás, ya se ha considerado como es un efecto del trato con el bello sexo la dulcificación de las costumbres masculinas, la conducta más suave y atenta y la compostura más elegante; pero esto es sólo una ventaja accesoria[1]. Lo importante es que el hombre se haga más perfecto como hombre y la mujer como mujer; es decir, que los resortes de la inclinación sexual obren en el sentido indicado por la naturaleza, para ennoblecer más a uno y hermosear las cualidades de la otra. Puestos en un caso extremo, el hombre podrá decir, lleno de confianza en su mérito: Aun cuando vosotras no me améis, quiero forzaros a que me estiméis; segura del poder de sus encantos, responderá la mujer: Aun cuando vosotros interiormente no me estiméis mucho, os obligo, sin embargo, a amarme. Por falta de tales principios se ve a hombres pretender agradar con maneras femeninas, y a mujeres a veces—aunque


  1. Esta ventaja está muy disminuida por la observación que se pretende haber hecho, según la cual los hombres que han frecuentado temprano y durante largo tiempo aquellas sociedades donde la mujer da el tono, se hacen comúnmente algo insignificantes y fastidiosos en el trato masculino, o resultan hasta despreciables, pues son incapaces de interesarse por una conversación que, aunque alegre, tenga un contenido positivo, que, aunque mezclada con bromas, pueda ser útil.