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do propio; aquélla cuya fisonomía moral, tal como se manifiesta en el aire o en los rasgos del rostro, anuncia las cualidades de lo bello, es agradable, y cuando esto ocurre en grado sumo, encantadora. La primera,, bajo un aire de calma y una noble compostura, deja aparecer el brillo de una bella inteligencia con miradas modestas, y al pintarse en su rostro un tierno sentimiento y un alma bondadosa, se adueña tanto de la inclinación como del respeto profundo de un corazón masculino. La segunda, muestra alegría e ingenio en los ojos risueños, cierta fina malicia, alocamiento bromista y desdenes traviesos. Mientras la primera conmueve, ésta seduce, y el amor de que es capaz y que a los demás infunde, resulta ligero, pero bello; en cambio el de la primera es tierno y constante, y con él va unido el respeto. No puedo entregarme a un análisis de este género demasiado detallado, pues en tales casos siempre parece el autor pintar sus personales preferencias. Con todo, he de añadir que el gusto de muchas damas por un color sano, pero pálido, se deja comprender por esto. Tal color acompaña comúnmente a un carácter de sentimientos más íntimos y sensibilidad más tierna, que corresponde a la calidad de lo sublime; el color sonrosado y vivo, en cambio, da más bien la impresión de un espíritu jovial y animado, y la vanidad prefiere conmover y cautivar a encantar y seducir. Cabe también que una mujer sea muy bonita sin que su rostro exprese ningún sentimiento moral, sin una particular expre-