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longado son nobles, pero pesados, y no sientan bien a una persona en la cual los espontáneos hechizos deben sólo mostrar una naturaleza bella.

El estudio trabajoso y la reflexión penosa, aunque una mujer fuese lejos en ello, borran los méritos peculiares de su sexo, y si bien la rareza de estas condiciones en su sexo las convierte en objeto de fría admiración, debilitan al mismo tiempo los encantos que les otorgan su fuerte imperio sobre el sexo opuesto. A una mujer con la cabeza llena de griego, como la señora Dacier, o que sostiene sobre mecánica discusiones fundamentales, como la marquesa de Chastelet, parece que no le hace falta más que una buena barba; con ella, su rostro daría más acabadamente la expresión de profundidad que pretenden. La inteligencia bella elige por objetos suyos los más análogos a los sentimientos delicados, y abandona las especulaciones abstractas o los conocimientos útiles, pero áridos a la inteligencia aplicada, fundamental y profunda. La mujer, por tanto, no debe aprender ninguna geometría; del principio de razón suficiente o de las mónadas sólo sabrá lo indispensable para entender el chiste en las poesías humorísticas con que se ha satirizado a los superficiales sutilizadores de nuestro sexo. Pueden dejar a Descartes que continúe haciendo girar su torbellino, sin preocuparse por ello, aunque el amable Fontenelle quisiera abrir para ella un salón entre los planetas; y el atractivo de sus encantos no pierde nada de su energía si no saben una pala-