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sólo el brillo de la sublimidad, un color llamativo que oculta, engañando e impresionando con la apariencia, el contenido íntimo de la persona o cosa, acaso malo o vulgar en sí mismo. Así como un edificio cubierto por una pintura que imita la piedra produce una impresión tan noble como si fuese verdad, y así de igual modo que las molduras y pilastras empotradas sugieren la idea de firmeza, aunque tengan poca consistencia y náda sostengan, lo mismo brillan las virtudes de hojalata, el similor de sabiduría y los méritos pintados.

El colérico considera su propio valor y el de sus cosas y actos según el prestigio o la apariencia de que se revistan a los ojos de los demás. Con respecto a la íntima calidad o a los motivos que el objeto mismo encierra, se muestra frío, ni encendido por verdadera benevolencia, ni conmovido por el respeto[1]. Su conducta es artificiosa. Ha de saber tomar toda clase de puntos de vista para juzgar el efecto que produce según la distinta posición del espectador, pues no se pregunta lo que él es, sino lo que parece. Por eso ha de conocer bien la manera de conquistar la aprobación general y las apreciaciones que ha de suscitar fuera de él su conducta. La sangre fría que esta fina atención requiere para no ser cegada por el amor, la compasión y el interés, le sustrae también a muchas locuras y contrariedades, en las


  1. Y hasta, se tiene por feliz sólo en cuanto imagina que los demás le tienen por tal.