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entrar a menudo en conflicto con las reglas generales de la virtud. Una cierta blandura, que fácilmente lleva a un cálido sentimiento de compasión, es bella y amable, pues muestra una bondadosa participación en el destino de otros hombres, a la que llevan igualmente los principios de la virtud. Pero esta buena pasión es débil y siempre ciega. Supongamos que tal sentimiento os mueve a socorrer con vuestros recursos a un necesitado en ocasión en que debemos a otros, y por tanto nos incapacitamos para cumplir el estricto deber de la justicia; el acto no puede nacer de ningún principio moral, porque siguiendo éste nunca nos veríamos excitados a sacrificar una obligación superior a este ciego impulso. Si, en cambio, la general benevolencia hacia el género humano se ha convertido en un principio dentro de vosotros, al cual subordináis siempre vuestros actos, perdura entonces el amor al necesitado, pero es puesto, desde un superior punto de vista, en la verdadera relación con la totalidad de vuestros deberes. La benevolencia es un fundamento de la participación en su desdicha, pero también de la justicia, y, según la prescripción de ésta, renuncia al acto en el caso presente. Pero ocurre que al ser exaltado este sentimiento a una debida generalidad, si bien se hace sublime, resulta, en cambio, más frío.

No es posible que nuestro pecho se interese delicadamente por todo hombre, ni que toda pena extraña despierte nuestra compasión. De otro modo, el virtuoso estaría, como Heráclito, continuamen-