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las sublimes intuiciones del entendimiento y aquel atractivo que sabía percibir la impresión de que era capaz un Kepler cuando, como Bayle refiere, no hubiera cambiado uno de sus descubrimientos por un principado. Es esta afección excesivamente fina para entrar dentro del presente ensayo, destinado sólo a tratar la emoción sensible de que las almás más comunes son también capaces.

Este delicado sentimiento que ahora vamos a considerar es principalmente de dos clases: el senetimiento de lo sublime y el de lo bello. La emoción es en ambos agradable, pero de muy diferente modo. La vista de una montaña cuyas nevadas cimas se alzan sobre las nubes, la descripción de una tempestad furiosa o la pintura del infierno por Milton, producen agrado, pero unido a terror; en cambio, la contemplación de campiñas floridas, valles con arroyos serpenteantes, cubiertos de rebaños pastando; la descripción del Elíseo o la pintura del cinturón de Venus en Homero, proporcionan también una sensación agradable, pero alegre y sonriente. Para que aquella impresión ocurra en nosotros con fuerza apropiada, debemos tener un sentimiento de lo sublime; para disfrutar bien la segunda, es preciso el sentimiento de lo bello. Altas encinas y sombrías soledades en el bosque sagrado, son sublimes; platabandas de flores, setos bajos y árboles recortados en figuras, son bellos.

La noche es sublime, el día es bello. En la calma de la noche estival, cuando la luz temblorosa de las estrellas atraviesa las sombras pardas y la