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mi presencia y no veía mas que a mi Liliana.

¡Cómo, pues, extrañar que mientras a los otros les faltasen las fuerzas, las sintiera yo centuplicadas y abrigase la convicción de que no me habían de faltar mientras ella las necesitara!

Al cabo de tres semanas llegamos a una inmensa torrentera, formada por el río Blanco. Al entrar en ella, los indios de la tribu de Uintah nos tendieron un lazo que nos despistó un poco; pero cuando sus flechas fueron a caer incluso sobre el toldo del carro de mi mujer, arrojéme, al frente de mis hombres, sobre los indios con tal empuje, que pronto los dispersamos. Tres cuartas partes de ellos murieron en la refriega. Un prisionero que cogimos vivo, muchacho de diez y seis años, vuelto de su pavor, comenzó, señalándonos a nosotros y al Occidente, a repetir los mismos gestos que nos hicieran la otra vez los Yampos. Nos pareció querer significarnos que no muy lejos íbamos a encontrar a hombres blancos; cosa poco probable.

Pero tal suposición era fundada, y fué una sorpresa, realmente extraordinaria, al par que una gran alegría, cuando al día siguiente, al bajar por la pendiente de una alta meseta, divisamos en el fondo del dilatado valle que se extendía a nuestros pies, no sólo muchos carros, sino también algunas casas, construídas con madera recién aserrada. Estaban dispuestas aquellas viviendas formando un círculo, en cuyo centro elevábase un vasto cobertizo sin ventanas, y a lo largo del torrente que por el valle serpenteaba pacían grupos