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y pasábamos horas enteras airededor de los fuegos, contemplando con un pavor supersticioso aquellos negros desfiladeros iluminados por el sangriento resplandor, cual si esperáramos de un momento a otro la aparición de alguna cosa horripilante.

Una vez encontramos en una cueva un esqueleto humano, y aun cuando colegimos por los restos, de cabellos enganchados en el cráneo, que era el de un indio, no por eso dejó de oprimirnos el corazón un presentimiento fatídico, como si aquel cadáver, con las quijadas abiertas, nos advirtiera de que el que se pierde en aquellos parajes no puede salir de ellos con vida. Aquel mismo día murió el mestizo Tom, precipitado por un caballo desde el borde de una roca.

Una sombría tristeza invadió a toda la caravana.

Si al principio caminábamos todos gritando, felices y contentos, ahora hasta los carreteros habían cesado de echar maldiciones, y la caravana avanzaba en medio de un silencio interrumpido tan sólo por el chirriar de las ruedas. Sucedía cada vez con mayor frecuencia que los mulos se negaban a tirar, quedándose como clavados en la tierra, y entonces todos los carros que seguían debían detenerse también.

Lo que más me torturaba era que en los momentos más feos y peligrosos, cuando mayor necesidad tenía mi esposa de mi presencia y de mis cuidados, no podía yo estar a su lado, pues debía de multiplicarme para dar buen ejemplo, forta-