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y cuyas cumbres se confundian con las nieves eternas y el brumoso cielo. La mole y la silenciosa majestad de aquellas montañas anonadaron mi espíritu, y, humillado, alcé mis plegarias al Señor, para que me concediera la gracia de llevar, a través de aquellas gigantescas murallas, a mis carros, a toda mi gente y a mi adorada esposa.

Acabada mi oración, penetré más confiado y con mayor ardimiento en aquellas gargantas de piedra, en aquellas galerías, que cuando se cerraban tras de nosotros nos dejaban separados del resto del mundo. Por encima de nosotros extendíase el cielo, cruzado de vez en cuando por algún águila vocinglera; en derredor, granito y siempre granito: un verdadero laberinto de bóvedas, de barrancos, de hendeduras, de abismos, de torreones, de silenciosos edificios, de inmensas salas anegadas en el sueño. Tanta es la solemnidad que reina en aquella angostura pétrea, que el hombre, inconscientemente, en vez de hablar en alta voz, cuchichea bajo, bajito; parécele que el camino va a cerrarse a cada paso y que una voz le susurra: «¡No vayas más allá, porque no hay salida!»; parécele violar algún secreto sobre el cual el mismo Dios ha puesto el sello.

Durante las noches, cuando aquellas escarpadas eierras eran negras cual enlutados cortinajes y la Luna echaba sobre las crestas un funerario velo de plata; cuando se alzaban sombras misteriosas de las aguas risueñas», un estremecimiento sacudía el cuerpo de los más endurecidos aventureros,