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más salvajes, en los cuales la gente blanca despertaba pavor, mezclado con un deseo de sangre. Parecían todavía más crueles que sus hermanos de la Nebraska; de estatura mayor, más obscuro el cutis, dilatadas las narices y errante la mirada, tenían un aspecto de animales feroces enjaulados.

Tenían sus movimientos la vivacidad y el recelo de las fieras, y cuando hablaban tocábanse con el pulgar las mejillas, pintadas con listas blancas y azules alternadas. Sus armas eran hachas y unos arcos hechos de dura madera de oxiacanta alpestre, tan recios, que no tendrían nuestros hombres fuerzas bastantes para tenderlos. Aquellos salvajes, que demostraban una ferocidad indomable, hubieran sido muy peligrosos en gran número; pero, afortunadamente, eran pocos, y el mayor grupo que encontramos no pasaba de quince hombres. Llamábanse ellos mismos con el nombre de Tabeguach, Weeminuch y Yampos. Nuestro mestizo Wichita, a pesar de su práctica de las lenguas indias, no acertaba a comprender su jerga, como tampoco lográbamos comprender por qué todos aquellos salvajes, señalando las Montañas Rocosas y luego a nosotros, cerraban y abrían la palma de las manos, cual si quisieran indicarnos con los dedos algún número.

El camino era ya tan difícil, que con los mayores esfuerzos lográbamos hacer apenas quince millas cada día. Empezaron los caballos a caer, pues eran menos resistentes que los mulos y más difíciles para el pasto; la gente estaba también exte-