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gantes encinas que crecían en su fondo parecían diminutos matorrales, y los búfalos, que pacían entre las encinas, simples escarabajos.

Penetrábamos en un país cada vez más hórrido, salpicado de rocas y peñascos en salvaje desorden, donde el eco de las graníticas cavernas repetía dos o tres veces las maldiciones de los carreteros y el relincho de los mulos. Nuestros carros, que en la estepa parecían inmensos y magníficos, allí, entre aquellas rocas colgantes, se habían achicado a nuestros ojos de un modo sorprendente y desaparecían en los desfiladeros, como si tragados fueran por una boca gigantesca. Las pequeñas cascadas—o, como las llaman los indios, las aguas risueñas»—nos cortaban el camino. El cansancio había agotado nuestras fuerzas y las de los animales, y la verdadera cordillera de las Montañas Rocosas, cuando se mostraba en el horizonte, parecía siempre lejana y envuelta en nieblas. Afortunadamente, la curiosidad vencía al cansancio, y contribuía a tenerla siempre despierta el continuo mudar de panorama. Ninguno de nuestros compañeros, sin excepción de los que eran oriundos de los Alleghany, había visto jamás unas comarcas tan salvajes, y yo mismo contemplaba con estupefacción aquellas gargantas y desfiladeros, en cuyos flancos había erigido la desenfrenada fantasía de la Naturaleza castillos, fortalezas y aun verdaderas ciudades de piedra.

De vez en cuando encontrábamos grupos de indios muy diferentes de los de las estepas y mucho