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forme obscuridad, al través de la cual nos miraban desde lo alto las estrellas, esos ojos movedizos de la noche.

Sin embargo, nos hallábamos todavía distantes, por lo menos, ciento cincuenta millas inglesas, de la cordillera principal. Esta desapareció de nuestra vista al día siguiente, oculta detrás de los peñascos, y fué mostrándose de nuevo y desapareciendo según las vueltas y revueltas de nuestra ruta. Ibamos muy lentamente, porque los obstáculos nos salían al paso con exasperante frecuencia, por más que no nos separábamos en lo posible del cauce del río. Pero a menudo, cuando las orillas eran demasiado abruptas, debíamos dejarlas y buscar salida por las laderas próximas, cubiertas de brezo pardusco y de farolillo, que ni los mulos querían comer, y cuyos robustos y largos tallos, enredándose en las ruedas de los carros, dificultaban enormemente la marcha.

A veces hallábamos en el terreno hendeduras de algunos centenares de yardas de extensión, por las que era imposible pasar, y que nos obligaban a dar largos rodeos. Siempre regresaban los guías Wichita y Tom con el anuncio de nuevos peligros y dificultades.

Un día creíamos estar caminando por un valle cuando, de repente, en vez de hallarlo cerrado por un accidente natural, vimos abierta ante nosotros una sima tan profunda, que sentíamos vértigo cuando nos atrevíamos a hundir la mirada por aquellas enormes paredes cortadas a pico. Las gi-