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mera mirada era para aquella encantadora cabecita dormida junto a mí, y el corazón me latía inquieto al contemplar la palidez de su semblante y la lividez de sus ojeras. Y sucedía entonces, mientras lo estaba observando, que despertaba ella y me sonreía para volverse luego a dormir.

Y sentía entonces que hubiera dado la mitad de mi robustez de roble por hallarme ya en tierras de California.

¡Pero estaban todavía tan lejos, tan lejos!...

Transcurridos los dos días, proseguimos el camino, y en breve, dejando al mediodía el Republican River, nos encaminamos por las bifurcaciones del Hombre Blanco hacia los deltas meridionales del Platte. El país iba siendo a cada paso más agreste, y entramos en una garganta cerrada por ambos lados, en que unos peñascos graníticos se escalonaban cada vez más altos, ora solitarios, rectos y lisos cual murallas, ora estrechamente pegados unos a otros. El combustible ya no nos faltaba, porque en las grietas y hendeduras de las rocas crecían abundantes las encinas y los pinabetes; aquí y allá susurraban los manantiales por entre las graníticas paredes, en cuyos bordes saltaban atemorizadas las gamuzas. Era el ambiente frío, puro, sano, y al cabo de una semana desaparecieron las calenturas. Los mulos y los caballos, empero, obligados a alimentarse, en vez de con la hierba jugosa de la Nebraska, con un pasto en el que abundaba el brezo, habían enflaquecido mucho y, jadeantes y mohinos, a duras penas podían LILIANA