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y todo en ella lo concentraba y sólo me interesaba cuanto a ella se refería. Y ahora, al llamarla esposa es decir, mía, mía para siempre—, creía enloquecer de contento, pareciéndome imposible que un pobre hombre como yo pudiera poseer tal tesoro. ¿Qué me faltaba? Nada. Si aquellas estepas, con ser un poco más calientes, no hubieran ofrecido tantos peligros para Liliana; si no hubiese tenido yo, además, el deber ineludible de llevar la caravana al punto de su destino, dispuesto me hubiera visto a renunciar a California y a establecerme con mi esposa en la Nebraska.

Iba yo a aquel país en busca de oro; pero ahora me reía de tales propósitos. ¿Qué riqueza podía yo encontrar allí, si ya poseía todas las riquezas?

¿Qué valor podía tener el oro para Liliana y para mí? Escogeré un rincón donde la primavera sea eterna—me decía—; construiré con troncos de árbol una cabaña, y el arado y el fusil nos darán de comer; no nos moriremos de hambre.

Así iba yo pensando mientras buscaba flores, y luego que las hube recogido en cantidad, regresé a la caravana. Por el camino encontré a la señora Atkins.

—¿Duerme aún la pequeñina?—me preguntó, quitándose la inseparable pipa de la boca.

—Duerme—contesté.

Y la señora Atkins, guiñando el ojo, añadió: —Ah you rascal! (1).

(1) Ah tunantel—(N. del T.)