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Cuando la última persona estuvo ya lejana, apoyó Liliana su cabeza sobre mi pecho, exclamando: —¡Por siempre, por siempre jamás!

Y en aquel instante había en nuestras almas más estrellas que en el cielo.

VI

Al amanecer del día siguiente dejé a mi mujer, que aun dormía, y fuí yo mismo a buscarle flores.

Mientras recorría las cercanías del campamento iba pensando: «Ahora estás ya casado», y esta idea me llenaba el alma de tanta alegría, que alzaba los ojos hacia el Dios de Misericordia para darle gracias por haberme dejado vivir hasta el momento en que el hombre pasa a ser un hombre verdadero, infundiendo su existencia en la de otra criatura amada entre todas las demás. Ya poseía yo algo mío en el mundo; y si bien mi casa y mi hogar no eran todavía otra cosa que un carro con su toldo de lona, me sentía, sin embargo, muy rico, y pensaba con tristeza en mi vida errabunda de antes, asombrado de haber podido vivir hasta entonces de aquel modo.

Ni siquiera había pensado nunca en la felicidad que lleva consigo la palabra esposa, cuando con tal nombre se llama a la sangre del propio corazón, a la mejor parte del alma propia. Desde mucho tiempo antes amaba yo tanto a mi Liliana, que todo el universo resplandecía para mí con su luz,