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rro de la señora Atkins sintieron todos un gran enternecimiento, porque en él había viajado Liliana hasta entonces, y al contestar también aquí en voz baja «¡No!», rugió la señora Atkins como un búfalo y abrazada con furia a Liliana: —My little, my sweet! (1)—repetía a cada instante sollozando, llorando a lágrima viva.

También Liliana sollozaba, y al contemplarla, todos aquellos corazones endurecidos se sentían emocionados, y no había entre ellos ojos que no estuvieran arrasados de lágrimas. Cuando estuvimos junto a mi carro, apenas lo reconocí; tan cubierto estaba de follaje y adornado con flores.

En aquel momento alzaron los hombres las ascuas encendidas, y Smith preguntó con voz alta y grave: —Is this your home?

—That's it!, that's it! (2)—contestó Liliana.

Entonces todos se descubrieron la cabeza, y se produjo un silencio tan profundo, que se oía el crepitar de los tizones y el ruido de los trozos inflamados al caer por tierra. Y el viejo emigrante de cabellos blancos extendió por encima de nosotros sus secos y robustos brazos, exclamando: —¡Dios os colme de bendiciones y bendiga también vuestra casa! Amén.

Tres entusiásticos hurras contestaron a esta bendición, después de lo cual fuéronse todos, dejándome solo con mi mujercita.

(1) ¡Pequeña mia!, Idulzura míal—(N. del T.) (2) ¡Esta es, ésta esl—(N. del T.)