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que, a pesar de tenerlos yo, como ningún otro capitán, bajo una férrea disciplina, sabían que obraba siempre con franqueza, abiertamente, y cada día me tenían más cariño. En cuanto a mi mujer, amábanla como a las niñas de sus ojos.

Inmediatamente después empezó la algazara y los regocijos: encendieron hogueras, sacaron los escoceses de sus carros sus viejas gaitas, cuyos sones, despertando en Liliana y en mí dulces recuerdos, nos colmaban de placer y de melancolía; los norteamericanos tocaban las castañuelas, hechas con costillas de buey, y entre cantos y gritos y disparos pasamos una noche deliciosa.

La señora Atkins abrazaba a cada momento a Liliana, riendo, llorando, encendiendo de vez en cuando su pipa, que se le apagaba. Pero lo que más me emocionó fué la siguiente ceremonia, muy en uso entre las poblaciones nómadas de los Estados, que pasan la mayor parte de su vida en los carros. Cuando la Luna se hubo escondido detrás del horizonte, pusieron los hombres en las baquetas de los fusiles unos tizones de sauce encendidos, y, siguiendo en procesión al viejo Smith, que les servía de guía, nos llevaron de carro en carro, e hiciéronme preguntar delante de cada uno a Liliana: — Is this your home? (1).

A lo que mi adorada respondía: —¡No!

Y proseguíamos la ronda. Al llegar junto al ca(1) ¿Es ésta tu casa?—(N. del T.)