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—¡Liliana!, ¡qué tienes?—exclamé—. ¡Estoy a tu lado, niña mía!

Y así diciendo, me acerqué a sus pies y los cubrí de besos.

—¡Oh Liliana continué—, predilecta, escogida entre todas, esposa mía!

Apenas hube pronunciado estas palabras, un estremecimiento la sacudió de los pies a la cabeza, y de improviso, como en el delirio de la fiebre, echóme los brazos al cuello con fuerza inaudita y exclamó: —My dear!, my dear!, my husband! (1).

Luego todo desapareció ante mis ojos, y se me antojó que la esfera terrestre había volado con nosotros lejos, lejos...

Todavía hoy no podría explicar cómo fué que al despertar de aquella embriaguez y recobrar mis sentidos, entre las negras ramas de los hickorys, brillase otra vez la aurora; pero no la de la mañana, sino la vespertina. Los picos habían cesado de golpetear en la corteza; en el agua reflejábanse los rojos celajes del ocaso, y los moradores del lago habíanse ido a dormir; llegaba el anochecer, hermosísimo, apacible, impregnado de luz rojiza y cálida. Era ya tiempo de volver al campamento, y al salir del interior del laberinto que formaban los sauces llorones contemplé a Liliana. Nada había de triste ni de inquieto en su semblante; pero en sus ojos, alzados hacia el firmamento, ardía una (1) Querido míol, ¡querido miol, Jesposo mío!—(N. del T.)