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tristeza infinita. Era su alma sensible, como la flor que cierra su corola cuando alguien se aproxima.

Conmovíanla fácilmente mis palabras y sabía asimilárselo todo; sabía reflejar todo pensamiento de igual manera que refleja el agua transparente lo que pasa junto a la orilla. Era el corazón de Liliana tan puro, era tanto su recato, que al abandonarse como lo hacía a mis caricias, comprendía yo muy bien la grandeza de su amor. Entonces, todo cuanto mi alma viril contenía de noble y honrado convertíase en gratitud hacia ella. Era Liliana mi consuelo y mi esperanza, la única persona, la que más quería yo en este mundo; y tan púdica, que yo había de esforzarme mucho para convencerla de que el amar no es un pecado.

Así, bajo tan suaves emociones, transcurrieron en las márgenes del río aquellos diez días inolvidables, en que, por fin, pude gozar de la mayor felicidad de mi vida.

Una vez, al amanecer, fuimos a pasear por la orilla del Beaver Creek; quería yo enseñarle á Liliana los castores que tenían sentados sus reales en un paraje distante apenas media milla de nuestro tabor. Andando con cautela por entre zarzas y matorrales, llegamos pronto al sitio aquel. Alrededor de una especie de golfo o lago formado por el torrente alzábanse dos corpulentos hickorys o nogales americanos, y en los bordes crecían numerosos sauces, con las ramas medio sumergidas en el agua. Un malecón, construído por los castores para contener la corriente, mantenía siempre en el