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para con los prisioneros había conmovido a aque—llos hombres nómadas y malvados, no desprovistos, sin embargo, de caballerescos sentimientos.

Llegados al Big Blue River, decidí detenernos durante ocho días en aquellas márgenes frondosas.

Lo que aun nos faltaba de viaje constituía la parte más ardua y escabrosa, porque más allá de las estepas comenzaban las Montañas Rocosas, y tras de ellas las maléficas tierras del Utah y de la Nevada. A pesar de la abundancia de pastos, los mulos y los caballos estaban extenuados, enflaquecidos, y era menester un descanso más prolongado para hacerles recuperar fuerzas.

Nos situamos, pues, en el triángulo que forman el río Big Blue y el Beaver Creek, Torrente de los Castores. Aquella abigarrada posición, defendida por dos lados por las corrientes de los dos ríos, y por el otro por la mole de los carros, era casi inexpugnable, tanto más cuanto que había en aquel sitio agua y leña suficientes. Como no era menester una gran vigilancia, el trabajo en el campamento resultaba casi nulo; de suerte que podía la gente entregarse con entera libertad a los goces de aquel paraíso.

Fueron aquéllos los días más venturosos de nuestro viaje: el cielo se mantuvo siempre sereno y las noches tan tibias, que se podía dormir al aire libre.

Salían los hombres de caza por la mañana y regresaban por la tarde cargados de antílopes y de aves de las estepas, que se encontraban a millones por las cercanías. El resto del día lo pasaban co-