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costumbre en primavera, iba crecido. Pasábamos, pues, las noches alrededor de menguados fuegos de estiércol de búfalo, que, por no estar bien seco, más que quemar, ardía con tenue llama cerúlea.

De esta suerte avanzábamos con gran penuria hacia el Big Blue River, donde podríamos hallar combustible en abundancia. Tenía aquel país todos—los caracteres de la tierra primitiva; de cuando en cuando, al pasar la caravana, que ahora avanzaba formando una cadena más compacta, huían piaras de antílopes de pelo bermejo con el vientre blanco, o a veces, por entre el oleaje de la hierba, aparecía una monstruosa y velluda cabeza de búfalo, de ojos sanguinosos y narices humeantes, y en las lejanías de la estepa surgían, cual puntos negros, numerosas bandadas de otros animales.

A trechos hallábamos también por el camino, semejando pequeñas ciudades, unos montones de tierra, puestos unos junto a otros, formados por el trabajo de innumerables alimañas subterráneas.

Al principio ningún indio nos salió al paso, y sólo ocho días después apercibimos a tres jinetes indígenas, adornados con plumas, que inmediatamente, cual si fueran fantasmas, desaparecieron de nuestros ojos.

Supe más tarde que la sangrienta lección dada a los indios de las riberas del Misurí había hecho muy pronto famoso el nombre de Big—ar (que así habían transformado el de Rig Ralf) entre las tribus de bandidos de la estepa, y que, además, la magnanimidad de que habíamos dado prueba