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Después de dejar, pues, ciento treinta hombres en la trinchera, a las órdenes del experto lobo de la estepa, Smith, hice montar a caballo a otros ciento, y partimos casi a tientas, a causa de la niebla; pero con la mejor buena gana, porque el frío se hacía cada vez más molesto, y era aquél, al menos, un excelente medio para entrar en calor.

Al llegar a una distancia de dos tiros de fusil nos lanzamos gritando, al galope, y entre disparos nos arrojamos como un alud sobre el campamento de los indígenas. Una bala de uno de nuestros inexpertos tiradores silbó junto a mi oreja y se me llevó el sombrero. Pronto estuvimos a espaldas de los indios, que ni remotamente podían soñar en un ataque de nuestra parte, no habiéndose dado nunca el caso de que fueran los mismos viajeros en busca de los sitiadores. Un terror inmenso se apoderó de ellos, cegándolos de tal modo que se dispersaron por los cuatro costados, aullando espantados, cual bestias feroces, y sucumbiendo sin resistencia. Un pequeño destacamento, empero, apoyado en la orilla del río, viéndose acorralado, se defendió valerosamente y con tal tenacidad, que aquellos indómitos guerreros prefirieron arrojarse al agua antes que rendirse.

Sus picas, de agudos cuernos de ciervo, y sus tomahawks, de durísimo pedernal, no eran, ciertamente, armas muy temibles; pero aquellos salvajes se servían de ellas con singular destreza. Sin embargo, en un instante los redujimos también a la impotencia; y yo, por mi parte, hice prisio-