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Y embargado el ánimo por estos pensamientos, cubrí los pies de la durmiente con mi capote, para resguardarla del frío nocturno, y volví al extremo del campamento, porque empezaba a levantarse del río una niebla densísima, que los indios podían muy bien aprovechar para intentar un asalto. Los fuegos se iban velando cada vez más y se ponían pálidos, y una hora más tarde ya no nos podíamos ver uno a otro a una distancia de diez pasos. Ordené entonces a los centinelas que gritaran cada minuto, y ya no se oyó en el campamento otra cosa que un continuo All's well!, repetido como una letanía de boca en boca. En el campamento de los indios, en cambio, todo quedó en silencio, cual si aquella gente hubiese enmudecido de pronto; lo que me llenó de inquietud.

A los primeros albores del amanecer nos invadió un gran cansancio, porque la mayor parte habíamos pasado muchísimas noches sin dormir ni un momento, y además la niebla nos penetraba hasta los huesos, dándonos unos terribles escalofríos.

Entonces pensé que, en vez de estarnos parados, esperando a obrar cuando les viniera en gana a los indios, tal vez fuera mejor acometerlos, para dispersarlos por los cuatro vientos. No era ésta una valentonada de ulano, sino una medida de extrema necesidad, porque una afortunada acometida podría darnos gran renombre entre las numerosas tribus del país y asegurarnos así por largo tiempo un viaje tranquilo.