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a Liliana. Dormía, rendida de cansancio, con la cabeza apoyada sobre el regazo de la señora Atkins, que, armada con bows, juraba y perjuraba que exterminaría a toda la tribu de las Huellas Sangrientas antes de que uno de aquellos salvajes se atreviera a tocar un pelo de la ropa de su querida niña. Contemplaba yo a mi bella Liliana con amor, no sólo de hombre, sino casi de madre, y también sentía que hubiera hecho pedazos a quien se hubiera aventurado a amenazar a aquella prenda mía adorada. En ella residía mi alegría, mi felicidad; fuera de ella, vida errante y desventuras sin cuento. En efecto; en la estepa, en lontananza, esperábame el ruido de las armas, las noches a caballo, la lucha con los bandidos rapaces, y al lado de mi Liliana hallaba yo el plácido sueño de aquella dulce criatura, tan llena de confianza en mí, que había bastado una palabra mía para persuadirla de que no habría ningún combate y para que se durmiera resguardada de todo peligro, como bajo el techo paterno.

Cotejando esas dos imágenes, sentí por vez primera las fatigas de aquella vida aventurera sin tregua, y reconocí que sólo junto a Liliana habría de hallar paz y sosiego. ¡Con tal de que lleguemos a California!», pensaba entre mí. ¡Ay!, las penalidades del viaje, del que sólo hemos realizado la primera mitad y la más llevadera, aparecen bien visibles ya en este pálido semblante. Pero allí nos espera un país bello y exuberante, un cielo tibio, una eterna primavera.