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dencia, disponiendo que las caravanas acampasen en orden de batalla. Prohibí que los carros se desbandasen por la estepa, como hacían en las regiones orientales del Gowa, y mandé que todos los hombres se mantuvieran reunidos y dispuestos al combate. Llegado que hubimos al río y encontrado el vado, ordené a dos destacamentos de sesenta hombres cada uno que se atrincherasen en las dos orillas, de modo que pudieran defender eficazmente el paso con su fuego de fusilería. Los otros ciento diez emigrantes debían encargarse de pasar los carros, pocos de cada vez, a fin de evitar confusiones, y con semejante táctica todo se llevó a cabo con el orden más completo. El ataque era, en realidad, casi imposible, porque antes de echarse sobre los que vadeaban el río, habrían tenido los asaltantes que apoderarse de una de las dos trincheras.

No eran, por otra parte, excesivas tales precauciones; dos años después, cuatrocientos alemanes fueron asesinados, mientras vadeaban el Misuri, por la tribu Kiawatha, en el sitio donde hoy se eleva la ciudad de Omaha.

El éxito que coronó mi empresa me reportó otra ventaja, y fué que aquella gente, que en los países del Este habían oído contar los terribles peligros del tránsito por las amarillentas aguas del Misuri, al ver la seguridad y facilidades con que bajo mi dirección había salido de apuros, puso en mí una fe ciega y empezó a considerarme como el espíritu reinante de aquellos desiertos.