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mente mal sujetos, pues muy bien sabía la muy coqueta que le estaban así divinamente, que a mí me gustaba mucho de aquel modo y que, cuando el viento esparcía alrededor de mi cabeza su dorada cabellera, cogía yo sus hebras y las apretaba contra mis labios. Así, tan dulcemente, empezaban nuestras mañanas.

Habíale enseñado a decir buenos días en polaco: Dzien dobry, y cuando la oía pronunciar aquellas palabras en el habla para mí tan querida, se me antojaba que todavía amaba más a Liliana, y los recuerdos de la patria, de la familia y de cuanto había pasado y sufrido atravesaban el desierto cual gaviotas el océano, y a duras penas podía contener los deseos de gritar, a duras penas podía retener bajo mis párpados las lágrimas, que a punto estaban de rodar por mis mejillas. Y ella, viendo que, a pesar de mis lágrimas, el corazón se me llenaba de alegría, repetía como un estornino enseñado: Dzien dobry!, dzien dobry!, dzien dobry! ¿Y cómo era posible no amar por encima de todas las cosas a aquel delicioso estornino?

Más adelante le enseñé otras expresiones; pero su boca inglesa difícilmente se adaptaba a nuestras voces dificultosas, y al reírme yo de su pronunciación incorrecta, juntaba ella, como una niña,los labios y los alargaba en forma de hociquillo, fingiendo que se enojaba y poniendo la cara mustia.

Nunca, sin embargo, tuvimos la más mínima