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al amanecer decíame a mí mismo: «Hoy verás a Liliana. Y cada día me sentía más feliz y más enamorado. La caravana empezó a percatarse de nuestras relaciones; pero nadie decía nada malo, porque tanto Liliana como yo éramos queridos de todo el mundo. Una vez, el viejo Smith, que cabalgaba a nuestro lado, exclamó: God bless you Captain and you Lilian! (1), y aquella unión de nuestros nombres nos tuvo todo el día llenos de contento. La señora Grossvenor y la señora Atkins cuchicheaban muy a menudo algo al oído de Liliana, logrando que la muchacha se pusiese encendida como la aurora; pero jamás quiso decirme lo que aquellas mujeres le susurraban. Sólo Henry Simpson nos miraba con un aire hosco y huraño; tal vez en su alma tramaba algo contra nosotros; pero yo no hacía gran caso de él.

Todas las mañanas, a las cuatro, me hallaba ya a la cabeza de la caravana; venían detrás de mí, a algunos centenares de pasos, las escoltas, que iban cantando las canciones que les habían enseñado las madres indias, y más atrás, a igual distancia, extendíase el tabor cual blanca cinta sobre la estepa. Era para mí un momento emocionante cuando, cerca de las seis, oía de repente detrás de mí las pisadas del caballo y veía acercarse a la niña de mis ojos, a mi adorada Liliana. El aire matutino le desplegaba los cabellos por detrás, destrenzados por el movimiento, pero expresa(1) Dios os bendiga, capitán, y a vos, Lilianal—(N. del T.)