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sino por la del Gowa y del Nebraska, era excelente.

Allí el calor era ya insoportable, y en el malsano territorio interpluvial que separa al Misisipí y al Misurí, las fiebres y otras enfermedades diezmaban las filas de los viajeros, mientras que aquí la templanza del clima disminuía la debilidad y mitigaba las molestias.

Realmente, la ruta de Saint—Louis era, en su primera etapa, más resguardada de los indios; pero mi caravana, compuesta de doscientos treinta hombres bien armados y dispuestos a la lucha, no debía inquietarse por los eventuales asaltos de los indios, sobre todo de las tribus establecidas en las riberas del Gowa, las cuales, habiendo ya medido varias veces sus fuerzas con los blancos, no era fácil que se atrevieran a echarse sobre una brigada tan numerosa. Sólo era menester precaverse contra los stampeads, es decir, contra las rapiñas nocturnas de mulos y caballos, que ponen a las caravanas, por la carencia subsiguiente de bestias de tiro, en situaciones desesperadas. Pero para ello contábamos con la diligencia y experiencia de los guardias, que conocían igual que yo los ardides de los indios.

Una vez organizada la marcha—lo que resultaba ya muy fácil, a causa de la práctica que en ello había adquirido mi gente—, tenía yo durante el día mucho menos trabajo que al principio, y podía dedicar más tiempo a los sentimientos que se habían adueñado de mi corazón. Por la noche me acostaba pensando: Mañana verás a Liliana», y