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muy lejos durante la marcha, y sólo tenía delante de mí dos escoltas mestizas.

Mis esperanzas se vieron realizadas, y una alegría indecible sobrecogió mi espíritu al ver por vez primera a mi suavísima amazona cabalgar al galope ligero al lado de la caravana. El movimiento del caballo habíale desparramado los cabellos, y la lucha que sostenía con su falda, algo corta, que malamente la cubría, coloreaba su semblante de púdico rubor.

Al acercarse púsose como una amapola, y aun sabiendo que iba a caer en la red que le tendiera yo para estar solos, vino hacia mí con un aire confuso, pero que quería ser indiferente, como si realmente lo ignorase todo. Entonces el corazón se me puso a latir como el de un colegial, y al ponerse nuestros caballos aparejados, me irrité contra mí mismo, por no saber encontrar ni una palabra que decirle. Embargado mi ánimo por nuevos y suaves sentimientos, impelido por una fuerza invisible, me incliné hacia Liliana cual si fuera a alisar las crines de su caballo, y puse mis labios sobre su mano, apoyada en lo alto de la silla mejicana. Una desconocida e inefable felicidad, mayor y más intensa que todas las hasta entonces sentidas, se difundió por todo mi cuerpo, y, teniendo apretada contra mi pecho aquella grácil manita, hablé a Liliana apasionadamente. Díjele que si me hubiese dado Dios en aquel momento todos los tesoros de la tierra, con placer los hubiera trocado por un solo rizo de sus cabellos, porque se