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gonzara o se afligiera por algo. Y, sin embargo, Dios mío, ¿qué pecado habíamos cometido? No quiso bajar del carro, y la señora Atkins y la señora Grossvenor, creyendo que se sentía enferma, prodigáronle sus mayores caricias y cuidados. Yo solo sabía el porqué de todo aquello; sabía que no se trataba de enfermedad ni de remordimiento, sino de la lucha de un ser inocente con el presentimiento de que una fuerza nueva e ignota iba a empujarla y a arrastrarla, como una hoja, lejos, lejos, quién sabe adónde. Era la clara visión de que todo esfuerzo habría de resultar inútil; de que tarde o temprano sería preciso ceder, rendirse al poder de aquella fuerza, y olvidarlo todo para no pensar mas que en amar.

Un alma pura teme y vacila en el umbral del amor; pero, sintiendo que es inevitable traspasarlo, desfallece y desmaya. Hallábase Liliana como en un estado de soñolencia, y al percatarme de ello, la alegría estuvo a punto de cortarme el aliento. No sé si era aquél un sentimiento honrado; pero cuando al día siguiente fuí corriendo a su carro, experimenté al verla así, tan abatida como una flor, algo parecido a lo que debe experimentar un ave de rapiña en presencia de la paloma condenada a morir en sus garras. Y, sin embargo, no hubiera sido capaz de hacer el menor daño a aquella paloma, que tanta lástima me inspiraba, ni por todos los tesoros del mundo. ¡Cosa singular!

Todo el día aquel, a pesar de mis tiernos sentimientos para con Liliana, transcurrió como si entre