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suave contraste en la quietud y la profunda soñolencia de la estepa. Dando el brazo a Liliana, recorrí con ella todo el campamento; nuestra mirada, desde los fuegos, vagaba a lo lejos, perdiéndose en la onda de los altos y delgados tallos de la estepa, plateados por los rayos de la Luna y misteriosos cual espíritus.

Así errábamos uno junto al otro, cuando en una de las hogueras dos highlanders escoceses empezaron a tocar con sus gaitas su triste canción montañesa Ronia Dundee. Detuvímonos a distancia y permanecimos en silencio, escuchando unos instantes. De pronto miré a Liliana; ella bajó los ojos, y yo, sin saber por qué, estreché con fuerza y por largo tiempo sobre mi pecho la mano que la joven apoyaba en mi brazo. El pobre corazón de Liliana empezó entonces a latir tan violentamente, que lo sentía yo cual si lo tuviera en la mano. Ambos nos estremecimos, pues adivinamos que algo se estaba operando en nuestro interior; algo que hacía esfuerzos para exteriorizarse y nos decía sin ambages que ya no podríamos ser en lo sucesivo lo que hasta entonces habíamos sido el uno para el otro. Yo me dejé llevar por donde aquella onda me arrastraba; me olvidé de que la noche era luminosa, de que no lejos de allí estaba la gente alrededor de las hogueras, y quise dejarme caer inmediatamente a las plantas de Liliana, o, al menos, contemplarla fijamente en los ojos. Mas ella, si bien se apretujó todavía más contra mi brazo, volvió el semblante cual si qui-