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ojos, y empezaron luego una canción negra, ora triste, ora salvaje, interrumpida de vez en cuando por furiosos pataleos y violentos saltos y contorsiones. Las voces Dinah! Ah! Ah! con que terminaba cada estribillo convertíanse en gritos, en aullidos casi bestiales. A medida que los danzarines se iban entusiasmando e inflamando, más y más frenéticos iban siendo sus movimientos, hasta que, por último, pusiéronse a topetear uno contra otro con la cabeza, con tanta vehemencia, que unos cráneos europeos se hubieran espachurrado como cáscaras de nuez.

Aquellas formas negras, iluminadas por el chispeante resplandor de la hoguera, agitándose en cabriolas desenfrenadas, ofrecían una visión realmente fantástica. A los gritos que lanzaban, en medio de la zambra del tamboril, de los caramillos, de las escudillas de hoja de lata y del castañeteo de los huesos de buey, uníanse los gritos de los espectadores: Hurra for Dzim!, hurra jor Crow!, y aun algunos disparos de pistola. Cuando los negros, rendidos de fatiga, cayeron por tierra jadeantes, híceles distribuir un poco de brandy, que inmediatamente les puso otra vez en pie. Pero en cuanto se empezó a exigir de mí un speach cesaron el ruido y la música como por ensalmo. Tuve que dejar el brazo de Liliana y subí en seguida al tablado de un carro para hablar a los presentes.

Al contemplar desde allí arriba aquellas personas iluminadas por las llamas de la hoguera, altas, nervudas, de luengas barbas, con los cuchillos en el