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lleno de rencor contra ella y contra mí; sentíame, en verdad, humillado por aquellos celos que Simpson me inspiraba, sin acertar, por otra parte, a dominarlos; y aquella situación se hizo para mí tan insostenible, que con acento áspero y brusco díjele a la muchacha: —¡Buenas noches, miss!

—¡Buenas noches!—contestóme en voz baja, volviendo el semblante para ocultar dos lágrimas que le rodaban por las mejillas.

Monté a caballo y me alejé hacia el lugar de donde llegaba el ruido de las hachas, y en que, entre otros, hallábase Henry Simpson abatiendo con su segur un algodonero. Al cabo de un rato, empero, me sentí asaltado por una profunda pena, cual si aquellas dos lágrimas hubiesen caído en mi corazón. Hice dar media vuelta a mi caballo, y en un instante volví a encontrarme junto a la jovencita; salté de la silla y, atajándole el camino, le pregunté: —¿Por qué lloras, Liliana?

—¡Oh, sir!—contestó—; sé que pertenece usted a una nobilísima familia, porque así me lo ha dicho la señora Atkins; pero tanta benevolencia para conmigo...

A pesar de un esfuerzo, no pudo contener las lágrimas, y el llanto le impidió terminar la frase.

Mucho habían lastimado a la pobrecilla mis palabras, en que le había parecido notar cierto aristocrático desdén, del que ni remotamente era yo consciente. Sentíame dominado por los celos; pero