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de Sacramento, y, creyéndose ya al término de su vida, había mandado su última bendición a Liliana, la cual, recogiendo cuanto le quedaba, había querido irse a reunir con su padre. En un principio decidiera hacer el viaje por mar; pero, habiendo casualmente trabado amistad con la señora Atkins dos días antes de que partiese nuestra caravana, cambió de improviso de resolución. La señora Atkins era del Tennessee, y como tuviese llenos los oídos de la fama que mis amigos de las riberas del Misisipí iban esparciendo en torno a mis arriesgadas expediciones al famoso Arkansas, haciendo una leyenda de mi pericia en cruzar los campos—y de la tutela y ayuda que prestaba a los débiles, cosa que consideraba yo como un elemental deber—, describió mi persona a Liliana con tan vivos colores, que la joven, sin reflexionario mucho, quiso unirse a nuestra caravana. A aquellos exagerados discursos de la señora Atkins, que no dejaba de hacer constar además mi calidad de knight es decir, de hidalgo—, debíase atribuir, sin duda, el interés que miss Liliana sentía por mi persona.

—¡Querida y grácil criatura—exclamé así que hubo terminado su relato—, puede usted estar segura de que nadie ha de causarle daño, y que ya jamás habrá de faltarle ayuda! En cuanto a su padre, California es el país más sano del mundo; allí no se muere de tales calenturas, y, en todo caso, mientras yo viva no ha de quedar usted sola, y que Dios bendiga entretanto su rostro encantador.