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radas procuraba siempre instalarse junto a Liliana para poder prestarle con mayor facilidad diversos pequeños servicios. Encendía la lumbre, escogíale un sitio bien resguardado del humo, cubriéndolo antes de musgo y poniendo luego encima un caparazón; ofrecíale los mejores pedazos de carne, y todo lo hacía con una tímida solicitud que nadie hubiera podido presumir en él y que despertaba en mí cierta animosidad bastante parecida a los celos.

Pero no me quedaba otro recurso que rabiar.

Henry, cuando no le tocaba estar de guardia, podía hacer cuanto le viniera en gana y estarse, por tanto, muchos ratos con Liliana, mientras que yo no gozaba en medio de mis ocupaciones de un momento de reposo. Cuando íbamos por la carretera seguíanse los carros unos a otros, mediando a veces entre ellos bastante distancia; pero al penetrar en las regiones desiertas quise, durante las paradas del mediodía, disponerlos, según el uso en las estepas, en una línea transversal, apretados de tal modo que entre las ruedas respectivas pudiese apenas pasar un hombre. No son fáciles de imaginar los esfuerzos que hice y las dificultades con que tropecé para obtener que semejante línea no se viese descompuesta. Los mulos, bestias de índole salvaje, no bien domados aún, en vez de estarse en línea recta, deteníanse obstinados, o no consentían en dejar el camino trillado, y mordían, relinchaban, coceaban. Los carros, al dar una vuelta repentina, volcaban con frecuencia, y se