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como lo estaban los demás, por la fascinación que Liliana ejercía sobre todo el mundo, a causa de su carácter suavísimo. Todos la querían como se quiere a una hija, y cada día adquiría yo más convincentes pruebas de ello. Eran sus compañeras de carro unas mujeres sencillas y bastante pendencieras, y, sin embargo, muchas mañanas veía yo a la señora Atkins besar con materna ternura los cabellos de Liliana, mientras la estaba peinando, y a la señora Grossvenor estrechar entre las suyas las manos de la muchacha porque la noche se las había entumecido. También los hombres la colmaban de atenciones y agasajos. Había en la caravana un tal Henry Simpson, joven aventurero del Kansas, cazador intrépido, buen muchacho en el fondo, pero tan pagado de sí mismo, tan arrogante y tan zafio, que me fué preciso golpearle un par de veces, durante el primer mes, para convencerle de que había en la caravana una persona con puños más eficaces que los suyos y digna del mayor respeto. Era de ver, pues, cómo este Henry hablaba con Liliana. Aquel joven, que no se hubiera inmutado lo más mínimo en presencia del presidente de los Estados Unidos, perdía ante la muchacha toda su entereza y osadía, descubríaso la cabeza y repetía a cada momento: I beg your pardon, miss Moris[1]; parecía un perro alano encadenado, un perro dispuesto a obedecer al menor gesto de aquella manita casi infantil. En las pa-


  1. Le pido a usted mil perdone, señorita Moris—(N. del T.)