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cuando se extendía la caravana, como ya he dicho, por la estepa, de tal modo que los últimos carros casi se perdían de vista, sólo sabía encontrar en ella la displicencia y el desorden, que me irritaban hasta lo infinito. Ahora, por el contrario, cuando, parado en alguna altura, contemplaba aquellos carros blancos y polvorientos, iluminados por el sol, moviéndose a manera de navíos en un mar de hierbas, y a aquellos hombres armados y a caballo, diseminados en pintoresco desorden a lo largo del convoy, sentía llenárseme el alma de beatitud y entusiasmo, y, sin saber de dónde me venían las comparaciones, parecíame que aquélla fuese una caravana bíblica que yo conducía, transformado en patriarca, a la tierra de promisión. Los cascabeles de los mulos y los melódicos Cheer up! lanzados por los carreteros acompañaban como una música los pensamientos que despertaban en mi el corazón y la naturaleza.

Sin embargo, no me atrevía a pasar con Liliana de aquella conversación con los ojos a otra conversación cualquiera, cohibido por la presencia de las dos mujeres que con ella viajaban. Además, desde que me percaté de que existía entre nosotros una cosa que no sabía aún cómo calificar, pero que ciertamente existía, me asaltó una timidez bien singular. Muchas atenciones prodigaba a aquellas mujeres, y muy a menudo echaba una ojeada al interior del carro, preguntando por la salud de la señora Atkins y de la señora Grossvenor, a fin de justificar y contrabalancear de este modo los cui-