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mente agradecida a ellas y no despreciaba ocasión de demostrármelo. Era, en verdad, una criatura bien tímida y bien dócil. Las dos mujeres que compartían con ella el mismo carro, la señora Grossvenor y la señora Atkins, sintieron muy pronto por Liliana—atraídas por la dulzura de su trato—un grandísimo cariño, y acabaron por darle el sobrenombre de Pajarillo, con el cual fué en seguida llamada por toda la caravana. Y, sin embargo, mis relaciones con el Pajarillo continuaron siendo poco frecuentes, hasta el día en que observé que los ojos azules y casi angélicos de aquella muchacha me miraban con manifiesta simpatía y singular insistencia.

Semejante interés podía tener su explicación en el hecho de que era yo, entre todos aquellos emigrantes, la única persona que no estaba desprovista de cultura social, y, por consiguiente, Liliana, que demostraba poseer una educación esmeradísima, veía en mí a un ser más próximo a su nivel. Pero yo interpreté entonces todo aquello de muy distinto modo; el interés de la jovencita espoleó mi vanidad, y esa vanidad fué la que me hizo prestar mayor atención a sus encantos y mirar con más asiduidad sus bellos ojos. Más tarde yo no sabía explicarme por qué había podido aguardar tanto a colmar de atenciones a tan excelente criatura, que bien capaz era de inspirar inmediatamente los más tiernos sentimientos a toda persona que tuviera aunque no más fuera un adarme de corazón. Desde entonces sentí una sin-